Permitime contarte una historia que, para mí, es una ventana a la niñez y a la magia de los pequeños momentos que nos marcan para siempre.
Cuando era chico, mi viejo tenía una camioneta Chevrolet del ‘71, bien amarilla, que casi nunca arrancaba a la primera. La empujábamos entre los dos, usando una lomada y la fuerza que yo podía ofrecer a esa edad. Para que no se moviera, usábamos “mi” piedra, redonda, suave, única; la ponía contra la rueda. Esa piedra era mi compañera de aventuras, y cada vez que lograba levantarla, sentía que crecía junto a ella.
Justo al lado de esa camioneta, se alzaba un algarrobito distinto a todos, con cuatro ramas que brotaban desde la tierra. Me acuerdo que me preocupaba qué pasaría con mi piedra cuando creciera y no estuviera más para cuidarla. Mi papá me sugirió un plan: “¿Por qué no la ponés entre las ramas? Con el tiempo, el árbol la va a abrazar y nadie más la va a poder sacar”. Y así fue. Hoy, 35 años después, esa piedra sigue allí, aprisionada por las ramas, y cada vez que vuelvo a mirar ese árbol, siento el olor a tierra, el aire fresco de la infancia y la complicidad con mi viejo.
Esta historia, para mí, es el ejemplo perfecto de cómo un objeto puede transformarse en un puente con nuestro pasado. Y eso mismo pasa con el arte. Cuando creo mis piezas, no busco solamente la belleza en sí: busco esa conexión con lo que fuimos, con la esencia que nos hizo quienes somos hoy. Cada pieza es como mi piedra en el árbol: un recuerdo inmortalizado que, con el paso del tiempo, te transporta a lugares y momentos que jamás querés perder.
En un mundo tan acelerado, creo que aferrarnos a esas vivencias es la manera de recordar de dónde venimos. Por eso, me apasiona dar vida a piezas que tienen el poder de contar historias, despertar memorias y, sobre todo, conectar a las personas con su propia historia personal. Porque, al final, todos tenemos nuestra propia “piedra” que nos hace sentir que todavía somos esos niños llenos de curiosidad y sueños.